Cuentos de gente que lee demasiado

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jueves, agosto 10, 2006
El fin del crepúsculo. Capítulo 7. El dolor del olvido
Sonreí. Una estúpida sonrisa surcó mi agotado semblante. Intentaba tranquilizarme haciendo bromas de mal gusto. Siempre había sido así, desde pequeña.

— ¿Qué hora es? ¿A qué hora ponía en la carta que vendría? — le dije, mientras intentaba calmarme, a sabiendas de que sería imposible hacerlo. Intentaba mirar el tétrico escenario, intentaba mirar y olvidar al mismo tiempo. No lo conseguí. Marta seguía en silencio, y me giré hacia ella. Me estaba mirando fijamente, con una expresión seria en el rostro. Sus ojos... sus ojos estaban distantes y fríos. Me costaba trabajo respirar. Empecé a jadear lentamente.

— Yo lo hice — dijo Marta nuevamente, con un tono de voz indiferente —. Yo les maté. Yo escribí la carta.

— Vamos, no tiene gracia. Deja de decir tonterías — repliqué con angustia —. ¿Qué hora decía la carta?

— ¡Sigues sin entenderlo! — gritó Marta, acabando con el silencio que reinaba hasta ese momento en aquél lugar maldito. Sacó algo de su bolsillo, y lo extendió para que pudierar verlo. Era una cadena de plata, de la que pendía una pequeña cruz maltesa. Era... era de Tomás. Una lágrima apareció en sus gélidos ojos. Por un instante, mi corazón dejó de latir. No estaba preparado para la verdad. No estaba preparado para esa verdad. Comencé a jadear sonoramente. El sudor volvió a tomar control de mi rostro. Tenía calor, mi espalda tilitaba de frío, mi frente ardía. — ¡Lo hice por ti! — exclamó nuevamente. Sus palabras atravesaron mi mente. Retrocedí un paso, instintivamente.

— ¡¿Qué estás diciendo?! ¡Cállate! ¡No digas tonterías! — Por momentos se me nublaba la vista. Un sonido de pasos que se acercaban lentamente. Un sonido de pasos que no podría olvidar en los próximos días. Habían dejado de ser bonitos, intentaba futilmente sacarlos de mi mente. Retrocedí a ciegas una vez más.

— Ernesto siempre se reía de ti. Decía que eras un mierda, que no te atrevías nunca — su tono de voz estaba teñido por una sonrisa enfermiza. Sentí que mi espalda estaba a punto de partirse —. Elena... una zorra que siempre pensó que eras un despojo, le dabas tanta lástima...

— ¡Cállate! — intenté gritar, pero la voz se quedó a medio camino, entre mis exhaustos pulmones y mi reseca garganta. Intenté retroceder, pero el mundo comenzó a girar sobre mis pies.

— Tomás nunca te tomó en serio, para él no eras más que el perrito faldero de mi hermana. Si hubieras oído lo que de ti le contaba a solas... Tienes que creerme, lo hice por ti — El sonido de pasos se detuvo. Seguí caminando a tientas, intentando no caerme. Tropecé con algo. Era un banco, y conseguí sentarme en él sin caerme al suelo. Me sujeté la cabeza con las manos, mientras descansaba entre mis piernas. El silencio nos envolvió nuevamente, y nos acompañó durante algunos minutos.

— ¿Y Claudia? ¡Joder, era tu hermana! ¡Tu propia hermana! — le grité, con lágrimas en mis ojos, incrédulo aún de lo que estaba oyendo, anhelando despertar de repente, y abrazarme a la almohada mientras intentaba dejar que me calmara, como tantas otras noches.

— Fue un error. Ella fue un error. Estaba loca, no supo elegir nunca en su vida. No era capaz de ver lo que tenía delante, demasiado ocupada con sus niñerías. No te merecía, no sabía apreciarte como yo. Si ella no hubiera nacido, tú me habrías amado a mí, y nada de esto habría sido necesario. ¡Todos están muertos por su culpa! — arrojó al suelo con furia la cruz de malta, y se restregó lentamente una mano por la mejilla. La luz brillaba en su rostro. Por un momento, me pareció una muñeca de porcelana indefensa rodeada de una aterradora oscuridad. Por un instante, desearía haberla abrazado y consolado. Pero algo en mi interior me detuvo. La oscuridad aterradora emanaba de ella.

— Si ella no hubiera nacido, no te habría conocido. Para mí, eres la hermana de Claudia — respondí lo más sereno que pude, sin meditar demasiado las palabras que iba diciendo.

— ¡No! ¡Estamos predestinados a estar juntos! Juntos, como en nuestra anterior vida. ¿Es que no te acuerdas? — era incapaz de creer lo que estaba oyendo. ¡Joder, y yo creía que tenía problemas! Tenía que salir de allí lo más pronto posible, y llamar a la policía. Pero había algo en mi interior que me arrastraba hacia ella poco a poco. ¿Serían esas gélidas pupilas que no podía dejar de mirar?

— Será mejor que te vayas a casa. No quiero verte. Me... Yo me voy a casa. Quiero dormir — me levanté del banco en cuanto el mareo me permitió. Comenzaba a recuperar la sensibilidad de mi cuerpo, y me creía capaz de emprender el camino de regreso a casa, solo.

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Versión corregida y mejorada. Ahora hasta se entiende.

Escrito por antemil @ 3:09 p. m.   12 comentarios
miércoles, agosto 09, 2006
Capítulo 6. Vértigo
No podía respirar. ¿Cuanto tiempo llevaba subiendo? Diez minutos. ¿Quince?. No, sólo era una cuesta de doscientos metros. Quizá fueran tres o cuatro.

Una máquina de Coca-Cola exhibía sus productos.

Un gato negro y blanco caminaba por la acera.

La puerta. Era la puerta a otro mundo. Los edificios iban a ser sustituidos por árboles centenarios. La luz lo iba a ser por la oscuridad. Empecé a sudar.

Atravesé la puerta. ¿Llegaría al banco y podría respirar?

No. No pude. Me tuve que sentar en el suelo. Marta no hablaba. Respiré profundamente un par de veces. Ya. Ya podía seguir.

Conforme íbamos subiendo empezaba a distinguir menos cosas. Sólo la brillante luz de las farolas servía para orientarme. La cabeza me daba vueltas. Serénate. Vale. Vale. Ahora volvía a ver.

Llegamos.

No había nadie.

- Yo lo hice -dijo Marta.- Yo les maté.
Escrito por Ferguson @ 4:15 p. m.   5 comentarios
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